Tenía mala sombra. El Doctor Jota Punto Camaron, como a él le gustaba ser conocido, era bastante irascible sobre todo en lo que a su nombre artístico concernía. La "J", según me contó alguien alguna vez, se debía al nombre de un primo segundo de su abuelo, llamado Joachim, que era hijo ilegítimo de un terrateniente español afincado en Cuba y de una criada de ascendencia guineana. Nadie nunca le llamaba Joachim ni Joaquín ni nada por el estilo, es más dudo que nadie conociese la historia de su nombre. El título de doctor, según parece, le había sido concedido por un cabrero extremeño que se autoproclamaba "Señor de Orgaz, de sus territorios aledaños, de las provincias nuevas del Reino Antiguo y de toda la novísima Castilla" y quien, en virtud de tal cargo, se encontraba facultado en sus dominios para la expedición de títulos académicos, nobiliarios, de hidalguía y cualesquiera otros que pudieran antojársele en la actualidad o en el futuro. Pero era, sin lugar a dudas, su apellido el origen de la mayoría de los conflictos que afectaban al Doctor J. Camaron. Perdía los nervios con una facilidad inaudita si alguien confundía alguna letra del mismo y por ejemplo le llamaba Cameron en lugar de Camaron, o si se acentuaba de forma errónea dando lugar al Doctor J. Camarón y a la consiguiente comparación burlesca con un famoso cantaor flamenco.
En realidad creo que nada en su nombre era cierto, que aquél no era su apellido, que no tenía familiares en Cuba y que ni siquiera existía un cabrero loco extremeño con el que pudiese haber mantenido una conversación suficientemente prolongada en el tiempo como para que uno solicitase u otro ofreciese un falso título de doctor. Mi hipótesis, probablemente más cercana a la realidad, es que ese nombre a la par enigmático y pomposo se debía a una imaginación descontrolada y capaz de encontrar inspiración en los detalles que para el resto de la humanidad pasan casi totalmente desapercibidos. Y es que el doctor poseía (nunca supe si legítimamente o no) una vieja furgoneta Iveco que en algún momento fue blanca y que se encontraba adornada por la silueta tricolor (negro, amarillo y naranja) de un mitológico equino. Recuerdo haber visto en aquella furgoneta, en la puerta del conductor, los restos de lo que debieron ser unas pegatinas con el texto LA RAMBLA (o algo parecido) sobre el que se apreciaba con mayor nitidez las iniciales D.J.C. Seguramente un tal David Jiménez Contreras (o Diego Jurado Cortés o Daniel Jesús Cantero) fuese el anterior dueño de aquella cafetera andante y sobre los restos difuminados de las iniciales de una persona normal y corriente (muy probablemente alfarero de profesión) se había construido un nuevo personaje histriónico, irreal e inexistente, pero con un pasado, presente y futuro mucho más interesante que el de su antecesor.
Tenía una poblada barba, larga, algo canosa, que recordaba a las que lucían los escritores, filósofos e intelectuales en siglos pretéritos. Por su barba diríase que se trataba de un nuevo Ramón María del Valle-Inclán. Su cabellera también larga, bastante grasienta y sucia por cierto, comenzaba justo a continuación de unas prominentes entradas y terminaba pasado el ecuador de su espalda. Siempre, absolutamente siempre, estaba peinado, repeinado e incluso re-repeinado hacia atrás y no era extraño que con cierta frecuencia, como si de un "tic" nervioso se tratara, sacase un viejo peine (no sé muy bien de dónde) y comenzara a peinarse casi de forma complulsiva.
Vestía una camisa de manga larga que parecía gris -aunque no fue ese su color original-, una chaleco oscuro que sí aparentaba ser de color gris marengo desde su confección, unos pantalones "de mono" azul, unas botas de campo y, en el cuello, un pañuelo rojo rubí salpicado de lo que podrían ser algo así como pequeños rombos que quizá tuvieran color blanco. Esa era toda su indumentaria en invierno y en verano, en otoño y primavera, a pleno sol y bajo la lluvia más pertinaz, de día y de noche, de noche y de día. Aunque en algún momento debía airearla de alguna manera, pues nunca percibí del Doctor J. Camaron un olor más desagradable que el que se pueda apreciar en cualquier taller mecánico donde realmente se esté trabajando.
Los bolsillos de su chaleco eran -como él mismo- un enigma indescifrable. De uno de ellos sobresalía lo que podría ser la cadena de un reloj de bolsillo, no sé si de oro o de algún material que imitaba bastante bien tan preciado metal, pero yo nunca vi que hubiese un reloj al otro extremo de la cadena. En el otro bolsillo creo que alguna vez, aunque no siempre, guardaba su viejo peine y algo de dinero (no más de dos euros en monedas de cincuenta, veinte, diez, dos y un céntimo). De vez en cuando sacaba también de aquel bolsillo un décimo de lotería de navidad de 1985, un recorte de periódico anunciando el nacimiento de la televisión interactiva con la llegada del telepic, un calendario de 1987 con el Sagrado Corazón de Jesús o un ticket de compra de Eroski por importe de doscientos tres euros con veintisiete céntimos que había sido pagado con doscientos cincuenta euros resultando a devolver la cantidad de cuarenta y seis euros con setenta y tres céntimos. Y cada vez que mostraba alguno de estos tesoros daba una explicación distinta respecto a su origen, cómo habían llegado a sus manos o qué representaban realmente.
Sus frases, aparentemente inconexas, nunca superaban la veintena de palabras y entre una y otra siempre acontecía una prolongada pausa de varios minutos de duración. Solía mirar fijamente a los ojos todo el tiempo excepto cuando se disponía a hablar, entonces bajaba lentamente la mirada y cuando el contacto visual había desaparecido por completo emitía un leve sonido (como una ligera tos o un carraspeo de garganta) al que sucedían sus palabras. Un día contemplando uno de sus calendarios acertó a decir: "Nunca un año impar fue bisiesto y, sin embargo, indefectiblemente todos los años impares tuvieron un día de más". En otra ocasión recuerdo que afirmó: "Sólo se puede ralentizar el tiempo de una manera: poniendo toda tu esperanza en una fecha concreta del futuro"; y tras la correspondiente pausa dijo: "Pero el tiempo que transcurre a velocidad distinta a la que le corresponde, no es más que tiempo perdido".
En su tenderete (que era una simple mesa plegable) exponía una serie de ánforas de barro cocido, aproximadamente iguales y todas ellas sin decoración alguna. Cuando alguien se acercaba a interesarse, a contemplarlas o a indagar su precio siempre contestaba la misma cantinela: "son ánforas retornables para verter una docena de malos deseos, ni uno más", "únicamente hay un ánfora por persona", "no cobro nada si me la devuelve en el mismo estado que se la lleva", "si no, alguien pasará a cobrarle". Le daba igual que le hubiesen preguntado o no, y mucho menos le importaba cuál había sido la pregunta. No escuchaba (o hacía como quien no escucha). Creo que la gente pensaba que estaba loco o que era un alcohólico o un drogadicto o algo por el estilo. Aún así, no dejaban de merodear por su tenderete ambulante y cada día había al menos una persona que se llevaba un ánfora consigo.
Anotaba cada transacción (o al menos daba la impresión de que era eso lo que hacía) en un librito de autodefinidos de Pedro Ocón. Escribía siempre dos cifras de más de seis dígitos, una debajo de la otra, y a continuación una línea divisoria como si de una operación aritmética se tratase, aunque no indicaba el signo de la operación por lo que no se sabía si el resultado correspondería a la suma, la resta, multiplicación, división o Dios sabe qué cuenta entre ambos operandos. Tras realizar el asiento correspondiente en tan singular libro de caja, fijaba la portada al resto del librillo mediante un par de gomas elásticas dispuestas perpendicularmente y lo volvía a depositar celosamente en la guantera de su furgoneta justo al lado de un vaso de plástico algo maltrecho y de un paquete de kleenex que permanecía precintado y sin visos de haber sido utilizado nunca.
Un buen día, cuando apenas habían transcurrido un par de horas de mercadillo vociferó: "¡Me voy a Cuba!". Nadie le hizo caso. Recogió sus ánforas y su mesa plegable, se montó en su furgoneta, la arrancó y se marchó para siempre. Días más tarde las páginas de sucesos de algún periódico daban cuenta del hallazgo del cadáver de un indigente en una furgoneta hundida a escasos metros de la costa onubense. Descanse en paz, Doctor J. Camaron.
jueves, 2 de diciembre de 2010
5
ostrillizos: El tenderete ambulante del Doctor J. Camaron
Tenía mala sombra. El Doctor Jota Punto Camaron, como a él le gustaba ser conocido, era bastante irascible sobre todo en lo que a su nombre ...
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario